Oro, incienso, mirra y una tortuguita de peluche

De acuerdo a lo que mis antepasados me contaron, los sabios de oriente que visitaron a Jesús no fueron tres, sino cuatro y uno de ellos era Sarango: Melchor, Gaspar, Baltasar y Jimmycito. No lo digo yo, lo dice la historia. #TrueStory.

Melchor miró la estrella que anunciaba el nacimiento del Salvador y nos llamó, perdón, llamó a los demás sabios y les digo «Brows, es hora de partir, ¿tenéiz liztoz vueztroz regaloz?» A lo que presurosos los demás contestaron «Sí Melchor, ya deja de hablar como ezpañol y pasa por casa de cada uno para armar la caravana». Él tenía listo su regalo hace meses: un pequeño cofrecito de oro, porque quería reconocer a Jesús como rey, y el oro era el metal de los reyes.

Llegó a casa de Gaspar. Su cajita de incienso estaba lista y ese aroma le hacía estornudar… ¡pero que bien olía! Él había preparado el mejor incienso de la historia porque tenía la fuerte convicción de que si las estrellas anunciaron un rey, no solo lo era sino que era algo más grande que eso: era Dios hecho hombre. El incienso era para el templo, y él llevaba un poco para ofrecerle en persona al mismo Dios encarnado, al Dios con nosotros.

Llegaron juntos donde Baltasar, quien guardaba en su frasco de perfume la mirra que había hecho preparar. «¿Mirra?» Preguntaron los dos amigos, «¡pero si la mirra es para los muertos!» Y Baltasar les contó de las profecías sobre el rey que había de nacer. Un rey que sí, gobernaría, que traería su reino, pero que también sufriría en carne propia el dolor de la maldad del mundo. La mirra sería un regalo para recordar siempre que ese rey, Dios hecho hombre, un día iba a sufrir y pagaría el precio de la redención, de darnos una nueva oportunidad y más que eso, salvación, acceso al Padre.

Juntos los tres mosqueteros pasaron por mi, perdón, por Jimmy el Sabio de Oriente. Él esperaba con su maleta lista y su regalo en mano: una tortuguita de peluche. «Whaaaat!» exclamaron los demás. Y sí, «cada uno da lo mejor que tiene ¿verdad?» les preguntó. «Cada uno de ustedes da lo mejor, y yo le doy lo mejor que tengo. Quizá no es tan caro como el oro, quizá su aroma no es como el incienso y probablemente no es tan útil como la mirra, pero es lo mejor de mi y al verlo él sabrá que es un regalo del corazón».

Y así, los cuatro emprendieron su camino, conversando de tantas cosas, les esperaba un viaje largo. Cada uno se alegraba de llevar algo para Jesús, pues a cada uno muchas veces les habían dicho «nosotros no tenemos nada que dar a Dios, él es el dueño de todo, somos insignificantes» pero ellos no lo creían así. Ellos sabían que habían sido formados por Dios, que tenían un valor y que el mejor de sus regalos no era para enriquecer al Salvador, sino para demostrarle su amor.

[bctt tweet=»Todos tenemos algo para dar a Jesús, ya sea oro, incienso, mirra o una tortuguita de peluche.»]

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